Siempre pensando en irnos de fiesta y ahora que mi hermana nos concede una noche sin hijos, en lugar de salir a cenar, ponernos nuestras mejores galas y tomarnos luego una copa, optamos por un restaurante con servicio a domicilio, para cenar tranquilamente los dos solos, sin ruidos, sin nadie más que nosotros dos. Tras años, intentando ver alguna película en el cine, no apta para menores de seis años, nos ponemos el pijama, nos acurrucamos juntitos en el sofá, alquilamos esa que ansiábamos meses atrás ver en el cine y por un segundo creemos que volvemos a ser los treintañeros que se pasaban las noches de lluvia tumbados en el sofá, disfrutando de buen cine y algo de comida asiática. Tras las primeras imágenes, con el cuerpo hecho al otro y acoplado perfectamente a nuestro sofá, nos sentimos vacíos, faltos de parte de nosotros mismos. ¿Estarán bien los niños? ¿Le estarán dando mucha guerra a tu hermana? Y es que nosotros ya no somos aquellos, aunque de vez en cuando sea divertido volver a ser los que fuimos. Los de ahora disfrutan menos del sofá para ver películas y lo hacen más para jugar a cosquillas con sus hijos.
Súplicas, lloros, pataletas. Mis hermanos no paraban de rogarme que les dejará entrar en mi impetuoso fuerte. Que viene el lobo me gritaban como si eso me fuera a ablandar. Se habían reído de mi al revelarles mis planes arquitectónicos y ahora eran ellos los que no tenían un techo bajo el que esconderse. Dejé al lado mi orgullo y les dejé pasar pues comencé a oír unas fuertes pisadas. Permanecimos abrazados mientras que una ronca voz gritaba sin cesar: “Soplaré, soplaré y vuestra casa derribaré”. Notábamos la irritación en su voz pues no era capaz de derrumbar aquella improvisada fortaleza. Pero, entonces escucharon la frase mágica: “Si no salís inmediatamente y recogéis todo esto os quedáis sin postre”. A continuación, todos salieron atropelladamente y sin rechistar se pusieron a colocar todos los cojines, respaldos, posabrazos, asientos… todo en su lugar adecuado. Cada día aquel inusual objeto le transportaba a un escenario diferente. Tan pronto se encontraba en las barricadas de la Revolución francesa como en el mástil vigía de un barco pirata. Soltó una carcajada al recordar la definición de sofá que su padre le mostró de un diccionario. Pero que ingenuos podían llegar a ser los adultos.
Asustado ante la locura reinante y el peligro de que, entre amigos o hermanos, comencemos a mirarnos con recelo, he decidido crear mi propio país, pero será una nación diferente. Yo, la verdad, no tengo mucho. Pero sí un lugar donde cualquiera puede sentirse cómodo, y en él he depositado mi confianza. Así, todas las tardes, con la ayuda de mi hermano pequeño, bajamos el sofá de casa hasta el jardín comunitario y colocamos sobre él una bandera sin color. Ese es nuestro pequeño gran país. Un lugar donde todos son bien recibidos, donde se regalan abrazos y besos, donde las sonrisas son obligadas y nadie puede sentirse, ni triste, ni solo. Bienvenidos a mi gran país, ese que sólo ocupa el contorno de mi sofá. Puede que le parezca un país pequeño; lo es. Pero le aseguro que en ningún otro lugar se sentirá tan cómodo como aquí.
Siempre nos quedábamos en casa los días lluviosos, recostados bajo una gruesa manta. Esperábamos a que la aguja comenzara a recorrer los surcos del vinilo y escuchábamos a Mecano, Los Secretos, Nacha Pop,... O leíamos una novela comprada el domingo al azar en el Rastro, mientras solo el repiquetear de la lluvia en los cristales quebraba el silencio. Otras veces alquilábamos en el videoclub y nos pasábamos la tarde viendo una y otra vez las mismas escenas. Quitábamos el sonido y repetíamos los diálogos hasta que las carcajadas nos impedían continuar. Ingrid Bergman tenía tu voz, Humphrey Bogart hablaba por mi boca. Cuantas veces, entre risas, hemos tirado las palomitas y hemos tenido que convertirnos en buscadores de oro sobre la alfombra. Pronto seremos tres, y el pequeño apartamento que nos cobijó albergará a otra pareja. Cómo me recordaron a nosotros cuando les hemos entregado las llaves. Tenían el mismo brillo en la mirada que tenías tu cuando las recibiste por primera vez. Ahora, mirando a través de los grandes ventanales de nuestro nuevo hogar, sonrío. Tú también comprendes que, junto a un montón de cajas con nuestras cosas, lo único que haya querido traer es este entrañable sofá.
Mi abuela me contaba que, en su época, quien tenía un sofá en casa era un privilegiado. Por suerte, en mis tiempos, los sofás dejaron de decorar las casas de los más adinerados para convertirse en lugares llenos de vida. Recuerdo que, embarazada de mi primera hija, me tumbaba en el sofá con los pies encima de los cojines. Más tarde, las visitas me acompañaban sentadas mientras le daba el pecho. Ya no había quien pudiera detener el tiempo, y comenzamos a coleccionar innumerables momentos: días de juegos, desayunos de domingo, meriendas con amigos, películas de miedo, tardes de manta y chocolate, noches en vela... ¡Y es cierto! No importa qué hora sea, el sofá lo aguanta todo: preocupaciones y alegrías, achuchones y besos, noticias buenas y no tan buenas, lágrimas y bostezos, calor y frío, luz y oscuridad. Él siempre está dispuesto a acogernos a toda la familia: niños y mayores, jóvenes y no tan jóvenes. Quizás, como bien decía mi abuela, tener un sofá es un privilegio.
En casa teníamos un sofá mágico. No recuerdo cuando llegó, pero sí que escondía en su interior miles de historias. Cada noche, antes de dormir, papá me decía: ¿buscamos un cuento entre los cojines del sofá? Yo corría excitada a sentarme en él y papá me seguía. El ritual era siempre el mismo. Papá movía los cojines a un lado y a otro, metía su mano entre el asiento y el respaldo, escudriñaba el lateral, hacía que buscaba, fruncía el ceño, apretaba los labios, esperaba a que yo me impacientara y, finalmente, exclamaba con un grito de triunfo: aquí está. Sacaba su mano cerrada, como si guardara algo en ella, y luego fingía que se echaba su contenido al oído. A continuación se sentaba a mi lado y me contaba una historia, cada día era nueva, cada noche mejor. Cuando papá y el sofá envejecieron me los llevé a ambos a mi casa. Ahora soy yo la que busca cada noche entre sus ajados cojines los cuentos que papá me contaba para recordárselos a él.
El abuelo nos hizo una visita sorpresa. Nos encontró en pleno acondicionamiento de nuestro piso de recién casados. Utilizaba un bastón para caminar, así que lo primero que hice fue sentarle en el tresillo. Precisamente su regalo a nuestra emancipación. –Un mueble de verdad –dijo acariciando la tela–. ¿Dónde está el resto del mobiliario? Le señalé una pila de cajas planas y rectangulares: –Esas cinco cajas son la estantería del salón. Esas otras, la mesa comedor… –le fui enumerando los distintos muebles. Él asentía perplejo. Se levantó y caminó hasta las cajas. Las golpeó con la punta del bastón: –Todo chato y plano, como las relaciones actuales –dijo. Se acercó hasta el tresillo y nos hizo un nuevo regalo–. Si queréis darle profundidad a vuestra relación, tendréis que buscarla entre los pliegues de un mueble de verdad. Es cierto que en los recovecos de este sofá algún día se os extraviarán las llaves, pero también se perderán los temores y las desconfianzas. Cada uno tendrá su lado preferido, pero vuestros pies descalzos cruzarán mil veces la frontera. Compartiréis confidencias, penas y alegrías, y eso le dará volumen a vuestra relación. ¡Dejaréis de ser planos como esas malditas cajas!
Lo mejor al entrar en casa es la sensación de paz interior. Sentarse en el sofá y mirar alrededor. Pensar en que por fin he salido del hospital y puedo vivir la vida. Que la enfermedad podrá volver, pero nadie sabe el futuro de todas formas. Vivir el presente, soñar y sentir. Porque hay veces que no necesitas más que respirar, tumbarte y sentir que todo, por fin, tiene sentido. Tardes de sofá, siestas sin fin, charlas al amanecer. Eso es todo. Y es mucho.
Ayer llegó el repartidor de Fama a casa de mi hija e instaló el sillón en la única habitación vacía de su casa; mi regalo por su independencia con Carlos, su novio. Cuando me preguntó por qué le regalaba ese sofá le expliqué que en uno parecido le había dado de mamar cuando era un bebé, pasé las noches a su lado cuando de niña enfermaba, y sufría noches despierta cuando salía los sábados por la noche en su mocedad, y que, desde luego, sobre uno muy parecido, lloré cuando me dijo que se iba a vivir con Carlos. Entonces ella, turbada, se llevó las manos al vientre mientras se dejaba caer sobre su nuevo escenario de sentimientos y me preguntó que cómo lo sabía. Yo me senté a su lado y le tomé las manos; le dije que una madre siempre lo sabe todo y que una nueva vida necesita un lugar donde almacenar recuerdos y emociones.
Ser un sofá —al contrario de lo que la gente piensa— no es fácil. Os lo dice un cheslong que lleva dos temporadas expuesto en unos almacenes. Esto es un sinvivir. ¡Ser un sofá de exhibición es incomodísimo! Todos se lanzan sobre ti, te toquetean los cojines y hacen comentarios sobre si eres mullido, si vas a mancharte, eres demasiado grande, demasiado ancho, demasiado estrecho. Incluso se atreve a asegurar que no pegas con las cortinas del salón. Uno, claro, tiene que quedarse ahí calladito, porque supuestamente los sofás no pueden hablar. Pero, ¡ay, si hablásemos! Los sofás soñamos con que una buena familia —una que no piense que somos demasiado ’esto’ o ‘lo otro’— nos quiera y nos adopte. ¡La de cosas que haríamos juntos! Podríamos ver las temporadas de Juego de Tronos, quedarnos con las monedas que caen de los bolsillos, echarnos siestas de esas en las que pierdes la noción del tiempo, esconder el mando, trasnochar, probar la comida de nuestros dueños (esto suele alterarlos un poco, pero siempre es divertido), cambiar de look con un retapizado… Seríamos parte de la familia. Y tendríamos un montón de nuevos amigos: mantas, alfombras, mascotas... ¡Ay, eso sí es vida!
Nada más entrar en la tienda, aquel sofá verde colocado en el centro me recordó a mi abuelo y los tiempos fantásticos en los que yo era muy crío. Sin duda, mi imaginación mitificaba su entrañable figura y la original forma que tenía de sentarse: primero, se ladeaba el sombrero a un lado, y, segundo, encendía su pipa, que lanzaba mil y un aromas al viento, nubes que se irían y jamás volverían. Luego sonreía y descansaba. Contemplé cada esquina de la tienda, cada centímetro del sofá, como si hubiera vuelto a nacer. Era un viaje sentimental al pasado en el que mi abuelo estaba junto a mí. Absorbí el recuerdo del aroma de su pipa con placer inesperado. Pude sentir su colonia, perenne en mi olfato. Me quedé petrificado y mudo, emocionado, absorto en los recuerdos que no debían morir, recuerdos que debían permanecer siempre, para recordarme cada cierto tiempo que el pasado se iba cada vez más lejos, pero su estela nunca me abandonaba. Señalé el sofá verde extendiendo un brazo, sin dudar. Ese sería el mío. Ese sería el sofá que había venido a buscar. El sofá en el que podría construir recuerdos para mis nietos.
Mi sofá tiene vida propia. Créeme. Puede que no posea extremidades, ni se mueva, ni siquiera hable, pero estoy seguro de que está vivo. ¿Preguntas cómo he llegado a esa conclusión? La verdadera pregunta debería ser: ¿cómo no me he dado cuenta antes? Mi sofá se llama Curro (ese es el nombre que he elegido para él) y juraría que se comunica conmigo por medio de algún truco telepático... o algo así. ¿Cómo si no podría explicar esa voz que suena en mi mente cada vez que intento levantarme de su mullido regazo, susurrándome “no lo hagas, aquí estás más cómodo”? Sé que también puedes oírme y quiero que sepas, mi fiel compañero de salón, que te estaré eternamente agradecido por hacerme oír lo que siempre quiero escuchar. “Un ratito más, aquí se está calentito. Ok, tú mandas. Puede que me tachen de loco, pero yo sé que la conciencia de Curro está ahí, enterrada en algún punto entre el relleno de sus cojines.
Llueve mansamente. Días de otoño, tranquilos, calmados. Sentada en el sofá, con las piernas recogidas, disfrutando del descanso. Una taza en mi mano y la cabeza de mi hija pequeña apoyada en mi costado, dormida, feliz. Atardecer frío. Días de invierno, oscuros, tristes. Estirada en el sofá, una manta cubriéndome hasta la cintura. Película clásica, en blanco y negro. No consigo mantenerme despierta y cuando abro los ojos los créditos ocupan la pantalla. Brisa fresca. Días de primavera, espontáneos, risueños. Jugando con mis hijas que saltan en el sofá. Aventura, piratas, tierra a la vista. Agotadas se dejan caer sobre los cojines, sonrientes, excitadas. Sol agotador. Días de verano, pegajosos, marinos. El sofá me ofrece una siesta y el libro en la butaca me espera. No me decido, el descanso innecesario, la lectura prometedora. El sopor y la comodidad eligen por mí. Ha pasado un año, mi vida en el sofá.
El sofá rojo fue lo primero que compramos juntos, como matrimonio. Gabriel y yo lo arrastramos solos por las escaleras, hasta el cuarto piso. Lo empujamos por la puerta de nuestro nuevo hogar, y nos derrumbamos encima de el. Sin aliento, pero mas felices que nunca. ¡Lo habíamos conseguido! No teníamos nada en la casa. Unicamente el sofá rojo. Dormimos acurrucados en el casi un mes entero, hasta que conseguimos comprar el resto de muebles. Pero, aunque habíamos colocado dos sillones y otra sofá mas en el salón, el sofá rojo siempre tenia prioridad. Ahí nos abrazábamos mientras veíamos nuestras pelis los fines de semana, ahí nos sentábamos cuando teníamos invitados, ahí nos contábamos las noticias importantes. En el sofá rojo fue donde Gabriel se entero de que en siete meses íbamos a ser tres en vez de dos. Cuando volví del hospital con el nuevo miembro de la familia en brazos fue donde primero me senté. Ahora, es el sitio favorito de nuestro hijo Marco. La verdad es que con los años el sofá a ido perdiendo su color, pero no su calor. No me puedo imaginar el salón sin nuestro sofá rojo. Es parte de la familia.
Cuando mi abuelo empezó a sentirse mal, cambió su moto por una bicicleta. Cuando su enfermedad empeoró, cambió su bicicleta por desplazarse a pie. Cuando ya no podía más... dejó las caminatas para quedarse sentado en su sofá. El sofá lo recogía, lo aliviaba, lo acomodaba, le daba otra vida... Una vida que podía compartir con su mujer, a la que apenas dedicaba ya tiempo, y con nosotros, su familia. Todos nos sentábamos en el resto de sofás, rodeando al suyo, que era el más pequeñito. Yo adoraba oír sus historias. Ya las había contado antes, pero era especial cada vez que nos las contaba, pues cada día ponía más interés en que las escucháramos... porque ese día podía ser el último sentado en su sofá mirándonos a todos alrededor. Mi abuelo falleció hace un año. Pero cuando miro su sofá, aún mullido y tan hospitalario como siempre, lo sigo sintiendo cerca de mí. Y parece que, si me siento sobre él, es mi abuelo quien me tiene sentada en sus piernas mientras me cuenta esas historias tan únicas y especiales. Y es que su sillón... ¡ay! Su sillón tiene vida propia y una paz única y difícil de explicar.
El futuro en un sofá. Doce llamadas te he hecho ya. Las últimas has descolgado y contestado con un ‘dime’ entre risas, sabiendo que iba a ser alguna tontería, una excusa para oírte. Once veces más me he detenido de llamarte, yo misma me doy cuenta de que es demasiado. Hasta diez veces he revisado la hora a la que llegaba tu avión, y todas llegaba a la misma hora, las nueve. Ocho huevos me quedan en la nevera, perfecto para el bizcocho que haré para desayunar. A las siete me pongo en camino al aeropuerto, para estar con tiempo, no hacer nervios, y recibirte en primera fila. Seis meses desde que me dijiste que ya vendrías para quedarte. Desde entonces, buscando el piso y amueblando, se ha pasado rápido. Pero hoy, no pasan las horas. Creo que cinco minutos es lo que he podido dormir esta noche. Cuatro horas y ya empezara todo. De tres plazas es el sofá que he comprado, aunque espero usar solo dos, para estar bien cerca de ti. Un sofá para compartir, sin prisa, juntos. Ningún espacio mejor para soñar que ver nuestro futuro en un sofá.
Gracias por enjugar mis lágrimas en los malos momentos; por abrazarme cuando he saltado como loca de alegría; por arroparme en mis noches de insomnio en las que pensaba que nada iría bien y tu sosiego me calmaba. Gracias por estar siempre esperándome al llegar a casa sin querer nada a cambio y por arroparme hacia los brazos de Morfeo tras un duro día de trabajo. Gracias también por esos momentos de intimidad en los que tú y un buen libro habéis transformado en color mis sentimientos, haciéndome viajar a lugares inimaginables; por acompañarme en algunos de los mejores momentos de mi vida, por ayudarme a demostrarme que pasar tantas horas contigo y mis apuntes no era ser una inútil, sino una dibujante de ilusiones que quería conseguir sus metas en la vida. Gracias por ayudarme a curarme en tantos días de enfermedad en los que eras el único que estaba conmigo. Pero sobre todo, gracias por hacer de mi casa un hogar. Y es que un buen sofá es ese amigo que nos acompaña en los buenos y malos momentos. Si tú, querido sofá, hablaras… Cuántas grandes historias tendrías para contar.
Al llegar a casa solo pienso en volver a mi ciudadela de fantasía. Para los demás no es más que un sofá, un sofá no precisamente bonito, con un estampado de flores de gusto bastante cuestionable, pero ellos no entienden nada... Es mi castillo, el lugar donde resistí asedios y derroté a los más terroríficos monstruos. Es mi fuerte, donde las flechas quedaron clavadas mientras los últimos soldados del séptimo de caballería esperábamos los refuerzos. Es mi nave espacial, donde descubrí galaxias más allá de las estrellas. Pero, por encima de todo, es toda mi infancia, pasada en casa de mis abuelos, donde leí todos aquellos maravillosos libros y disfruté, junto a mis abuelos, de aquellas películas de indios y vaqueros las tórridas tardes del verano. Sí, para vosotros no es más que un sofá, feo y antiguo, pero en él quedaron impregnados todos los felices recuerdos de mi infancia y cuando vuelvo a él es como si mis abuelos volviesen a estar vivos y yo fuese ese niño que nunca dejaba de soñar.
Uno sabe que ha encontrado al amor de su vida cuando los momentos felices resultan incontables. Esa es la conclusión a la que llegó ella cuando se dio cuenta de que, incluso los momentos más monótonos y triviales, llegaban a tener un valor incalculable. Sumida en un profundo sueño, imaginó tardes tristes de cielos nublados, tumbada en el sofá, escuchando el repiqueteo de la lluvia y el viento azotando las hojas de los árboles. Soñó con él, y en muchas más maratones de películas y series de las que ya habían tenido, frente a la estufa y con un gran bol de palomitas. También (y a esto esbozó una tímida sonrisa) pintando las paredes de su nueva casa, mientras ella se acariciaba el vientre hinchado con ternura. Una suave sacudida la despertó y, al abrir los ojos, se percató de ello. Cuando le vio durmiendo, abrazado a ella en ese estrecho sofá, sintió que todo su sueño parecía una premonición. Estaba segura de haber visto, con total claridad, el esbozo de un futuro no muy lejano. "Pero por ahora...puede esperar cinco minutos más", pensó ella acurrucándose de nuevo junto a él, en la cálida comodidad del sofá.
Eres tú, el que un sencillo día entraste de puntillas, receloso, para quedarte. Yo te elegí y te acogí emocionada, con los brazos abiertos para que formaras parte de mi hogar. Has estado ahí, desde el principio, en los momentos de felicidad y en los necesitados de abrigo convirtiéndote poco a poco en una de las piezas más fundamentales de mi vida. Amable y tierno en presencia de extraños, paciente y leal escudero de niños y no tan niños que juegan a ser caballeros sobre tu grupa. Cómplice de caricias a escondidas, de besos robados al anochecer, de confidentes miradas, compañero de risas y de fiestas al alba e inmejorable partenaire de esas pelis románticas que solo a ti y a mí nos gustan. Presto para escuchar cualquier confidencia, mi oyente incansable de esta voraz lectora que a veces murmura al aire y habla a solas. Llego a casa y te encuentro, caballeroso, esperándome sin nada que objetar salvo mi compañía sobre tu ya vetusta y agrietada piel. Siempre has sido tú, mi viejo camarada, mi fiel sofá.
La vida da más vueltas que un LP. Jamás imaginé que aquel con quien disfrutaba de las actuaciones musicales que salían en televisión terminaría convirtiéndose en mi propio maestro. Mis padres compraron el sofá cuando yo tenía doce años. Días más tarde desvirgamos juntos nuestra pasión musical tras la mítica aparición de Los Ramones en Aplauso. Con el tiempo la lista iría incrementándose con variados grupos y cantantes en programas como Tocata o Rockopop. Hasta que decidí lanzarme al ruedo y aprender a tocar la guitarra. Sentado sobre mi fiel compañero, repetí acordes una y otra vez hasta que la práctica logró derrotar a la torpeza. Un sencillo juego de palabras en su honor hizo que debutase ante mi amigo con el So Far Away de los Dire Straits. Mi sorpresa fue que con cada nota errada sonaba un muelle del sofá o crujía una madera. Al corregirla, el silencio se convertía en un atronador aplauso. Han pasado veinte años desde entonces. Ahora soy un cantante de cierto éxito y puedo vivir de la música. Sin embargo, nunca saco un nuevo disco hasta que cada una de las melodías pasan por el sabio filtro de mi viejo sofá.
Parece que el equilibrio se alcanza cuando dedicas ocho horas del día para dormir, ocho para trabajar y otras ocho para vivir. Hay quién opina que esas últimas ocho horas empiezan en el momento de sacar a pasear al perro. Otros dicen que cuando dan un beso de buenas tardes a su pareja tras el día laboral. Quien tiene niños afirma que es el momento de recogerles del cole. Para aquellos que cultivan su propio hobbie, el momento de vivir es cuando consiguen sacar tiempo para practicarlo:lectores empedernidos, esos runners que corren, los enganchados que van al gimnasio o a talleres de cocina, o aquellos con un don para, por ejemplo, tocar un instrumento musical o escribir. Para mí, esas ocho horas empiezan en el momento en que me descalzo y me tumbo en el sofá. Una vez allí, es cómo si el tiempo se detuviera, y puedo devorar el libro que me tiene enganchado, conectar el wifi y ponerme al día del mundo y de lo que hace mi gente. O besar a mi pareja. Quizá jugar con mis hijos. También ponerme los cascos para escuchar música o intentar dormirme...hasta que se me sube el perro encima!.
Después de las veces que había escuchado como su padre denominaba a su profesión, le decepcionó la realidad cuando visitó por primera vez la tienda en la que laburaba. Fue un viernes por la tarde, después de un partido contra los del colegio de salesianos, que les habían endosado un seis a cero. Con la excusa de una pizza cuando terminara de trabajar, su padre le convenció para que fuera a la tienda de sofás y esperara hasta el cierre. Obediente, mientras su padre atendía a la clientela con una amplia sonrisa, el pequeño Tomás recorrió la tienda, probando una butaca tras otra, un sillón tras otro, hasta que encontró el que mejor se adaptaba a su menudo cuerpo. Y es que, tal y como decía su padre; hay un sofá para cada persona. Despertó tres horas después. Para entonces la tienda ya estaba cerrada, su padre había dispuesto la pizza sobre el mostrador y su madre abría los refrescos. Tomás se desperezó como un galgo tras una carrera, satisfecho por haber disfrutado de un sueño reparador y por saber que su padre no mentía cuando afirmaba que su verdadera procesión, era la de hacedor de sueños.
Nunca damos el valor suficiente a aquello que nos acompaña, hasta que alguna situación nos pellizca la atención, haciéndonos apreciar el grado de importancia que merece. Fue una tarde de frío invierno recopilando fotos familiares, imágenes de momentos estelares vividos, momentos que van desde el formidable día de Reyes, donde los más pequeños abrían sus regalos, reunidos todos rodeando el sofá del comedor, a aquel día en que un experimento nos llevó a cocinar aquel pastel incomestible que nos hacía partir de risa, mientras todos huíamos a refugiarnos en el sofá alegando una falta de apetito. Todas estas escenas inmortalizadas, gozan de un paisaje fijo y de un elemento siempre presente en nuestras hazañas caseras, el sofá que nos regalaron nuestros amigos y que convive a diario con nosotros. Después de este pellizco, cogí mi polaroid y realicé un primer plano de nuestro sofá, para añadir esta significativa imagen al álbum familiar, acción que toda la familia consideró muy afortunada, estableciendo un orden lógico a los elementos clave que nos rodean.
Cómo cambia la perspectiva de las cosas, desde que descubres que lo que parecía un sueño...se puede cumplir. Cuan sultán o emperador romano, me siento, en mi humilde palacio, donde solamente os necesito a vosotros. Siempre fieles a mi presencia, guardianes de mis más inconfesables secretos, compañeros incondicionales en las tardes frías de inviernos. Me arropáis cuando, sin darme cuenta, me quedo dormida en vuestros brazos. ¡Cuántas noches habéis inspirado mis palabras! ¡Cuántas tardes habéis soportado miles de juegos! ¡ Cuántas mañanas hemos desayunado juntos!... Porque en la vida no necesito mucho para ser feliz... Solamente os necesito a vosotros... Lenny y Roxane. ¿Un sofá o un sueño cumplido?
Lo mejor al entrar en casa es ver a mi hijo acurrucado en el sofá como cachorro que busca el calor del vientre de su madre. Me acerco sigilosamente, veo volar sus sueños entre nubes de azúcar. ¡Cuánta bondad! Me despojo de mis zapatos, de mi abrigo de invierno cubierto de humedad, mientras mi esposa me da un beso silencioso pero tierno. Me mira a los ojos, no hacen falta palabras, sabe que ha sido un día duro de trabajo y que tengo alma de niño. No lo puedo resistir, levanto la mantita que cubre a mi bebé y me dejo envolver por el suave tacto del terciopelo que nos acuna en un aura de paz y amor. Cierro los ojos y pienso en lo afortunado que soy, pues tengo la familia perfecta: mi esposa, mi hijo y... mi sofá, el que trae sosiego en momentos de tensión, sueños cuando todo es cansancio, diversión cuando disfrutamos del cine en casa o cuando acoge a nuestros invitados como el mejor huésped que abre sus brazos para que todo el mundo se sienta igual de cómodo que en su propia casa. Todo es perfecto, todo está bien.
La casa del árbol Mi papá me hizo una casa en el viejo árbol que hay en el jardín. Cuando la dio por acabada, me llamó, radiante y sudoroso, para que subiera. Tenía una escalera de acceso segura, con barandillas; era amplia, con una puerta estrecha y dos pequeñas ventanas. Preciosa, pero no me mostré muy entusiasmada. —¿Qué es lo que echas en falta? —preguntó desilusionado. —Un sofá cama. —¿Y para qué lo quieres? —Para sentarme, para dormir, para recibir a mis muñecas, a mis amigas, para hacer una fiesta de pijamas, para leer, para… —Vale, vale. Y me lo dices ahora ¿Y cómo lo metemos aquí? Me encogí de hombros. Tenía plena confianza en sus habilidades. A los dos días me mostró ufano el resultado de sus esfuerzos. Había desmontado la cubierta de la casa del árbol y conseguido meter el viejo sofá cama de cretona estampada que tanto había pateado de pequeña. Me abracé emocionada a sus piernas: —Gracias, papá. Ahora si que es una auténtica casa de árbol. Ya solo falta un cuarto de baño. Me miró tenso y horrorizado. —Tonto, que es broma. —¡Uf! —respiró aliviado, subiéndome a sus brazos.
Nací en él, cuando los ordenadores eran un sueño para nosotros. En él me amamantó la mujer más hermosa que había visto, y en él manché mi primera camisa de tomate, justo antes de salir a conocerla, a ella, la que se convirtió ahora en la más bella. Años más tarde, fue allí nuestro primer encuentro carnal, resguardado por sus cojines. Aquel sofá era nuestra pequeña parcela de placer, aunque mía lo había sido siempre. Cuando vine a darme cuenta, sentado en él, le estaba pidiendo la mano. Poco después aquella pasó a ser mi casa y aquel mi sofá, aunque el tiempo pasa por todos, y su lugar triunfal en el salón principal pasó a la sala de estar del piso de arriba: necesitábamos espacio para los niños. Tuvimos tres, dos chicas y un chico, los mayores tesoros que tengo. Y sé que tendrán sus historias en mi sofá, y sé que también lo llamarán “mi sofá”… Pero esta es la mía, y como todas, tiene fin. Estoy mayor y mi escaso pelo demasiado blanco… Así que aquí vengo, a sentarme una última vez, a escribirte mis penúltimos párrafos y a decirte que esta historia acaba de empezar.
Reconozco que ya no tengo, ni espacio ni paciencia. Y puede que se deba a mi afición a coleccionar sofás, butacas y cualquier otro elemento de descanso similar. Lo hago porque cada uno de ellos me recuerda un momento puntual, un cambio o una persona en concreto. Así aún conservó mi primer sofá, la butaca en la que leía mi marido, antes de morir en el accidente, el puff donde enseñé a leer a mi hija Rebeca, o el sofá donde me sentó para decirme que se iba a vivir con Ricardo. Mi casa se encuentra llena de sofás y sillones, porque mi casa está llena de recuerdos, ni más ni menos. Cuando el repartidor de Fama llamó al timbre con un Agatha azul entre las manos, Julián, ese novio tardío que hacía bueno eso de “más vale sola que mal acompañada”, se puso hecho una furia. Dos horas después había colocado la butaca frente a la ventana y miraba como Julián se iba para siempre con una maleta bajo el brazo, y aunque pudiera parecer que aquella butaca me recordaría a su fracaso, en realidad representaba que siempre hay tiempo para esperar un nuevo sofá, para una nueva historia.
Lo mejor al entrar en casa es huir del mundo. Aquel día llegué triste, como venía llegando triste dos meses, una semana y dos días. El trabajo era esfuerzo sobrehumano, y todo carecía de sentido desde se fue. Dijo que era temporal, pero los dos sabíamos que aquello era el final. Había llorado todo lo que se podía llorar, y ya no lloraba, pero tampoco reía. Hecha un ovillo en el sofá, mis yemas queriendo hundirse en rendijas para desaparecer. Y entonces sentí algo. Sentí algo en la yema de mi mano derecha. Me incorporé, metí con cuidado los dedos y lo extraje. Era el pendiente, lo único que había quedado de lo que fue el patrimonio familiar de mi abuela. Me crió y vendió todo para que pudiera estudiar. Incluso su casa para los años de doctorado en Harvard. Todo, excepto los pendientes, que me regaló el día que defendí mi tesis. Me levanté y fui al dormitorio, cogí la pareja y me los puse. Sonreí. Luego reí recordando cómo mi abuela bailaba con la plana mayor de la Academia. Volví a sonreír recordando la placidez con que se fue. Y salí feliz al mundo.
Eres lugar donde me siento seguro. Aún aquí, tumbado a solas, siento que no debo preocuparme. Siempre fuiste bastante acogedor ¿verdad?... Parece tan lejano… Cuando Javi y yo nos sentábamos en ti parecía que el mundo exterior fuera algo imperfecto, pues nos otorgabas una visión pura de lo que debía ser la vida. A pesar de ser tan diferentes en todo, Javi le encantaba jugar conmigo a videojuegos, comer juntos siempre que nuestros horarios nos los permitieran e incluso compartir noches abrazados ¿Para qué teníamos cama? Estabas tú, siempre aquí, coronando nuestro salón de momentos y emociones. Desgraciadamente, mi querido sofá, Javi no volverá. La vida es, quizás, imprevisible y cruel, pero estás tú aquí conmigo para recordarme que todo existió, que él estuvo aquí en nuestra historia y que nunca debo olvidar esa pretérita felicidad. ¿Aún me pregunto el por qué Javi y yo éramos felices en ti a pesar de nuestro evidente contraste? Quizás estar aquí, en este lugar, con la persona que más amaba del mundo… Tienes razón… Ya lo entiendo… No se puede superar.
Resultamos ser la inspiración para una sitcom americana después de la visita del tío Andrés a nuestro hogar. Fue su impacto positivo, que le llevó a escribir un guion basado en nuestro sorteo familiar diario, una rifa divertida que crearon mis padres para distribuirnos de la mejor manera posible, ya que en el comedor teníamos un tresillo y éramos cuatro hermanos. Es posible que estéis pensando que quizás un sofá modular de cuatro asientos nos habría quitado de este apuro, pero el enfoque de una actividad comunitaria, en la que participábamos todos los miembros de la familia, tomaba el papel protagonista. Cada noche después de cenar, nos reuníamos para participar en la tómbola del buen asiento. Se trataba de conseguir el mayor número de puntos, a través de la realización efectiva de los quehaceres diarios, estos puntos se cambiaban por boletos, y sorteábamos los sitios del sofá. Por otra parte, el hermano que se quedaba sin plaza en el tresillo, sumaba diez puntos directos para asegurarse asiento para la noche siguiente y establecer una justa rotatoria. Aprendimos a compartir y rozamos la fama, gracias al tío Andrés y a nuestro divertido juego del sofá.
Lo mejor al entrar en casa es escucharte caminar por el pasillo y sentirte caer sobre mí. Sentir tu respiración y saber cómo estás. Escucharte reír o refunfuñar. Y yo siempre aquí, suave, esponjoso, preparado para ti. ¡Como disfruto abrazarte con mi textura acolchada! Algunos días son grises y te veo posarte boca abajo y sé que te escondes del mundo, te siento y te cobijo con toda mi suavidad y deseo que vuelvas a estar bien. Otros días estás brillante y noto como juegas, te mueves y te sacudes pleno de alegría. ¡Disfruto tanto tu presencia! Siempre te observo y te cuido, soy tú rincón de recogimiento y eso me hace sentir muy orgulloso. No hay ninguno como tú y ninguno como yo. Somos únicos. Tengo tantos secretos tuyos, he visto tantas cosas. Mi alma algodonada de sofá fiel siempre te agradece tanto. Porque gracias a ti, yo puedo cumplir mi misión ¿no lo sabías? Los sofás también tenemos una misión secreta: ser esos compañeros silenciosos y fieles para que nadie nunca se sienta solo. Gracias por dejarte sostenerte y por elegirme. Mientras yo te abrazo, tú me abrazas. Es parte de la vida secreta de los objetos.
Cuando adquirí mi piso de soltera, me di cuenta que no podía casarme con el primer sofá que se me cruzase por delante. Mi misión debía ser más exhaustiva y precisa, examinar el mercado y valorar todas las posibilidades existentes. Me lancé a la búsqueda y captura de un sofá que fuese capaz de satisfacer todas mis necesidades amplias y variables, necesidades que iban desde una larga tarde de invierno gozando con la lectura de novelas imprescindibles, a un sofá suficientemente ergonómico para que asumiese parte de la cura durante mis procesos gripales, así como, un sofá sobradamente ancho, que consiguiese la función de campamento base, para acoger huéspedes variados y todos gozarán de su portentoso confort. Por suerte, la pesquisa fue exitosa y comparto mi existencia con un admirable sofá, que tiene la capacidad de encandilar a cualquier visitante que se le acerque, regalándome de forma continuada, la sensación de una formidable y placentera elección.
Lo que más quiero en el mundo no es casarme contigo, ni viajar por Asia, ni siquiera lo de tener niños y todo lo que eso supone. Lo que más quiero en el mundo es saber que cada noche me puedo sentar a tu lado en el sofá, echarnos una manta por encima mientras nos contamos cómo nos ha ido el día. Lo que más quiero yo en el mundo es que podamos repetir eso como si fuera un ritual cada noche y cada fin de semana, con toda la paz, con toda la calma y con todo el amor que ahora está naciendo entre nosotros.
Cada uno en su trono Un sofá es más que un sitio donde sentarse, es un trono, el descanso del guerrero, el premio merecido después de un duro día de trabajo. Puedo hacer balance y recorrer mentalmente mi vida, recordando cronológicamente todos mis amados sofás: orejeros, estampados, a cuadros, lisos... El de mi niñez, me evoca a mi madre sentada en su butaca haciendo punto, mientras mis hermanos y yo nos apretábamos en el tresillo viendo la televisión. El de mi juventud en el piso de estudiantes, sofá de libertad, de fiestas con cerveza, los pies sobre la mesa y del ¡gooool! de la selección, ¡gooool! de Iniesta. El del amor y la ilusión de una nueva familia que comienza, la enorme chaisse longue donde mis hijos se han revolcado, jugado, saltado y en definitiva crecido (¡que aguante aquel pobre sofá!). El de mi sillón relax donde tantos periódicos leí y tantas siestas disfruté... Mi trono actual, tiene ya la forma de mis posaderas, creo que toca cambiarlo. Espero elegir bien porque el sofá de cada uno es algo muy muy importante...
-Mamaaaa- dijo Martina. Estaba escondida bajo el cubre sofá. Me acerqué sigilosa por un lado y metí la mano por debajo, agarrándole el piececito y gruñendo a la vez. –Grrrrr-Yo era un monstruo que la había cazado. -jajajajajaj- comenzó a reír. Le encantaba esconderse en el sofá. – Corre, corre- me indicó agitando su manita para que entrara debajo de aquel cubre de color gris. Era nuestra guarida secreta. Ella había cogido una pequeña linterna de las princesas que había en un cajón de su cuarto y nos iluminaba en aquella pequeña cueva improvisada. Después de un rato de risas y caras feas a la luz de la linterna. Notamos que alguien se acercaba. -ssh- me susurró al oído. Un monstruo venía a comernos. nos quedamos quietas, por un momento creimos que estabamos salvadas pero.... de repente algo nos saltó encima. - jajajaja – reia sin parar Martina. -Me encanta estos ratos en casa.- pensé. Hecha un bolillo en aquel cubre gris.
Cómo nos ha cambiado la vida en dos mañanas. Primero fueron aquellos besos furtivos que dieron paso a tiempos de escondernos esperando el momento de acumular el valor necesario. Y ya ves, parece que fue ayer y aquí nos tienes; En nuestra casa y con la vista al frente que ya no son tiempos de agachar la cabeza. Salimos del armario dispuestos a recorrer el camino a un hogar donde lo primero que compramos fue el sofá donde compartir las tardes. Como no podía ser de otro modo elegimos uno de la marca Fama para simbolizar, de este modo, un amor gritado a los cuatro vientos que antes fue amor clandestino. Plantamos un arcoíris por bandera y aquí estamos los tres, dos hombres y un modelo “Loto” esperando convertirnos en familia numerosa cuanto antes. No puede ser casualidad haber elegido un sofá (del mismo nombre de la flor que simboliza las posibilidades infinitas del hombre y también la fertilidad), que dispone de sistema anti-atrapamiento para niños. Precisamente ahora, que junto a un vecindario que nos recibió con los brazos abiertos, sentimos próximo el momento de colmar de abrazos a nuestro bebé amortajados por el nerviosismo propio de unos padres primerizos.
Me recosté en el sofá y noté que algo duro me molestaba bajo la pierna. Allí estaba: su pulsera. Dicen que la segunda puñalada no duele tanto como la primera, y sin embargo ésta había dolido tanto o más. La primera fue ayer, cuando al volver del trabajo me tumbé a descansar y descubrí que la tapicería aún olía a su perfume. Hacía ya dos días de aquella discusión y de aquel portazo que dio al despedirse. Al principio pensé que sería cosa de unas horas, y que enseguida correríamos de nuevo a abrazarnos, pedirnos perdón y besarnos como el primer día lo hicimos aquí mismo, en este sofá. “¿Te has comprado un sofá verde? –me dijo–. Me gusta, parece un dragón.” Y ahora aquel dragón escupía bocanadas de fuego cada vez que me tumbaba en él: el olor de su perfume, una pulsera perdida entre los cojines. Y quemaban, quemaban de una forma que se hacía insoportable. "Está bien -dije a mi dragón-, vamos a intentarlo." Marqué su número. Descolgó... “Verás, estaba aquí tirada en el sofá y se me ha ocurrido que quizás te gustaría venir a ver una peli…” Mi dragón, orgulloso, sonrió.
Encontramos aquel viejo sofá que alguien había abandonado delante de un contenedor. El local estaba vacío y no nos vendría mal un sitio cómodo dónde sentarnos en las reuniones de la asociación. Lo metimos en la furgoneta, buscamos un sitio para él junto a las sillas y, tras limpiarlo, lo instalamos en una esquina. Tras este vinieron más, el del padre de Luis que ya no usaba, uno de la oficina de Miriam que se trasladaba a otra ciudad, algún otro abandonado que recogió Alba en la calle... Comenzamos a llenar el local de sofás. Ahora, tenemos unos quince. Cuando los niños llegan a hacer actividades, lo primero que hacen es tirarse en uno de los sofás a jugar. Cada sofá, diferente del otro, recoge una de nuestras historias. Confesiones de una niña a otra, momentos difíciles en los que los voluntarios nos llevábamos las manos a la cabeza, celebraciones con pizzas después de un objetivo conseguido, lágrimas de emoción al hablar de ciertos temas en asambleas, saltos de alegría de niños jugando y, por supuesto, golpes de impotencia cuando las cosas no iban bien. Pero siempre serán historias de una familia que planea cambiar el mundo desde el sofá.
Lo mejor al entrar en casa es quitarme los zapatos, coger una buena manta y acurrucarme en el sofá tras un largo día de trabajo. Encender mi portátil, inventar desde el sofá un mundo nuevo y mejor, creando palabra a palabra nuevas historias. Esperar, cómoda y calentita, a que llegue ÉL. La puerta se abre y aparece, tapado hasta arriba, porque hace frío y viene en moto desde el trabajo. El estómago se me agita, justo igual que en nuestra primera cita, muchos años atrás. Me da un beso, me abraza, y me arrebujo en mi lugar, ese en el que siempre me siento, a esperar a que salga de la ducha. Cenamos juntos, y nos sentamos a ver una serie mientras comentamos cómo ha ido el día. Me maravilla que haya pasado tanto tiempo y siga siendo tan feliz a su lado como el primer día, hace tanto tiempo, aquél en el que por fin me besó con timidez en este mismo sofá. Aquí empezamos a construir nuestro "nosotros", nuestro primer beso, nuestro primer "te quiero", y, lo más importante, nuestra maravillosa vida en común. Aquí, en el sofá que todo lo vio, empieza nuestro hogar.
Estaba deseando llegar a casa, coger la novela y continuar con su lectura desde el punto en que la había interrumpido el día anterior. Tenía tiempo, tres horas, ya que ellos iban a estar de compras toda la tarde. Había algunos refrescos en la nevera y aperitivos en la despensa, y el mejor sofá de la casa para mí solo. Abrí la puerta y fui directo al dormitorio. Me quité la botas y enfundé mis pies en mis zapatillas. Me quité el jersey y cogí la bata. De la mesita de noche me llevé el libro que iba a acompañarme aquellas deliciosas horas. Cogí una lata del frigorífico, y sin perder más tiempo me dirigí al salón. La manta comenzaba a ser necesaria debido a la bajada de temperaturas que se estaba produciendo. Encendí la calefacción y puse a punto el termostato. Por fin me senté. En algo menos de un minuto ya estaba concentrado y bien entretenido. Yo ya no estaba en la habitación en la que me hallaba. Conseguí encontrar una postura muy cómoda. Hubiera podido estar un día entero, tan a gusto, sin moverme de allí. Si la felicidad no era aquello realmente ya no me importaba.
Fue entonces cuando me di cuenta. De una manera o de otra él siempre había estado ahí: Cuando jugaba de pequeña e imaginaba miles de historias. Donde veía los dibujos antes de ir al colegio. Nuestro sitio favorito para reunirnos la familia cada noche y en el que cada uno tiene su sitio reservado. En lo primero que pienso en los días de lluvia y frío y del que no me muevo en los de resaca. Donde disfruto de esas siestas veraniegas que se alargan más de la cuenta y donde paso las noches de insomnio. El espacio en el que nos juntábamos mis compañeros de piso y yo en los años de universidad. Donde me abrazo a mi novio cuando vemos una película y también donde me entero qué es lo que sucede en el mundo. El sitio en el que nos sentamos cada Noche Vieja con las uvas en la mano para despedir el año pensando que ojalá al año siguiente volvamos a estar todos juntos... A lo largo de mi vida he tenido varios sofás. Habrán sido diferentes en su aspecto, pero todos me han aportado esa sensación única de saber dónde está mi hogar.
Pasé con él muchas horas en los días que siguieron a aquel 23 de diciembre en el que, al llegar a casa, me encontré tu armario vacío, y a aquella nota: “Todo se acabó”. Me recuerdo allí, sostenida por él, abrazada a aquel cojín que aún olía a ti, sin poder dejar de llorar mientras los estantes en los que vivieron tus libros me miraban sintiéndose tan vacíos como yo. Y si cerraba los ojos, podía aún escucharnos hablar con la boca llena de pizza, dibujando las rutas de nuestros viajes; las risas que seguían a las cosquillas; el sonido del baile de tu lápiz sobre tu bloc de dibujo mientras yo echaba la siesta y, según decías, era la única manera de dibujarme; la pasión no planificada; y las últimas discusiones en las que ya no nos reconocíamos. Me acurruqué en su regazo las noches siguientes, cuando nuestra cama me parecía demasiado grande para soñar en ella. Y allí, a su cuidado, dando sorbitos a aquella sopa de pollo para el alma, apareció un nuevo camino a seguir… Y ahora, que pronto será 23 de diciembre, vuelves… Pero yo soy más fuerte y más feliz. ¡Querido sofá, gracias mil!
UN SOFÁ NO ES UN MUEBLE DISEÑADO SOLAMENTE PARA SENTARSE. SOFÁ es una palabra que evoca experiencias. Es uno de los muebles que más te permite vivirlas. ES el mejor lugar donde estar con tu pareja, bajo la manta, un frío día de invierno; UN sitio donde se sientan tus amistades cuando vienen a casa para pasar una buena tarde; es un LUGAR en el que todos caben y si nos aprestamos siempre hay sitio para uno más. PARA disfrutar de una película, de una comida familiar, de un cumpleaños o lo que sea. Para DISFRUTAR de la compañía de todos aquellos que han decidido estar contigo en un día DE gran importancia para ti, pero tal vez la única relevancia de ese día sea estar juntos. LA mayoría de la gente lo mira y piensa que es sólo un sofá, pero no, es toda una VIDA la que cabe dentro de ese mueble.
La prueba del sofá nunca falla. Cuando entro en una casa y veo, Oh, Madre mía! Que en el salón no tienen sofá, sé que esta familia no es trigo limpio; Lo digo con conocimiento de causa. Soy vendedora de Avón, y he comprobado que esta regla se cumple siempre. ¿Quién en su sano juicio después de comer prefiere una sobremesa en una incómoda silla a dejarse abrazar por un amoroso sillón? Por eso, el día que mi último novio, que yo ya me olía que era un poco “rarito”, me llevó a conocer a sus padres, al enseñarme su casa, sin ningún sofá, me faltó tiempo para salir de allí por patas. Fingí una llamada por teléfono. Y dándole un beso a la madre, pidiéndola mil disculpas por dejarle con el cordero en el horno, que lo sentía tanto, pero que había surgido una urgencia en mi trabajo y me necesitaban. Estos no me vuelven a ver el pelo, me dije con una copa de vino en la mano, mientras me dejaba caer en mi buen amigo y compañero.
Soy de esas personas que tienen la manía, y ya costumbre, de coger el sueño en el sofá y cuando me dispongo a cambiarme a la cama, no consigo dormirme. Algo tendrá el susodicho que el sobre no entiende. Allí es donde acaricio a mi gato, me arropo con las faldillas de la mesa camilla a las brisas del brasero y donde sesteo durante un tiempo indefinido. Así que desisto y vuelvo a la primera opción, donde un cojín hace de almohada y una manta me da calor. Si las cosas funcionan así bien, ¿por qué cambiarlas? Las costumbres, como las manías, están para mantenerlas.
- Lo mejor al entrar en casa era contener la respiración, guardar silencio y cerciorarse (en contadas ocasiones) de que no había nadie. Corría entonces al salón, visualizaba el sofá, calculaba el salto como un atleta y me impulsaba para levitar unos breves instantes antes de sentir la mullida superficie recoger toda mi espalda, ceñirse a mis formas, ondear como el mar… Y allí me quedaba unos instantes, cerraba los ojos, pensando en todo que es la nada. Me regocijaba de breve gusto, el tiempo que mi madre (tu abuela) tardaba en recorrer la ventaja que yo le había sacado corriendo desde la esquina de la escuela. Porque en cuanto ella entraba en casa… "el sofá es un lugar para sentarse, no para tumbarse y si uno está malo a la cama"-. Cuántas veces me contó esa anécdota mi madre cada vez que yo, en lugar de tumbarme, me ponía de pie sobre "su" sofá para mirar el mundo desde otra perspectiva, para componer formas con el gotelé de la pared mientras papá le cogía los pies tumbada por la noche en el sofá.
Lo mejor al entrar en casa es mirar a los ojos de mi hijo y así saber cómo le ha ido a él el día. Sentado en el sofá, le subo en mi regazo y siento cómo todo ha merecido la pena. Él me cuenta sus grandes problemas en su equipo de baloncesto. Parece que los bajitos están mal vistos por su entrenador. Me habla del estrés que le provoca su profesora cuando le corrije su extraña letra. Y no duda en confesarme que sufre mal de amores. Su vecina de pupitre vive los vientos por otro compañero. Por un rato nos quedamos en silencio y cuando él me pregunta cómo me fue en mi trabajo, yo le respondo que bien, como siempre. Él me mira con ternura, me pasa la mano por la espalda y siempre se despide, camino de la cocina donde va por su merienda, con la misma frase: "menos mal que tenemos nuestro sofá, papá". "No lo dudes hijo, no lo dudes..." pienso para mí, mientras recuesto mi cabeza y entorno los ojos.
- Todavía recuerdo el momento en el que, tras varios días rondando mi cabeza, decidí comprar este sofá. Parecía uno más entre los muchos que ocupaban la gran superficie de aquel almacén. Sin embargo, creo que ninguno de los otros me habría podido brindar los largos y vibrantes momentos que en este pasé. Todavía oigo los ruidos de las chapas de cerveza al caer sobre el parqué. Y los gritos del comentarista con aquel gol de Iniesta. Todavía oigo el descorchar de las botellas de cava en Navidad. Y las risas de todos aquellos que pasaron por este sofá y ya no están. Todavía recuerdo esas tardes de "gimnasio" en las que realizaba todo tipo de estiramientos con las piernas con tal de alcanzar el mando de la tele. Y sobre todo, recuerdo aquellas siestas en las que tras despertar, me preguntaba donde estaba. Cervezas, amigos, familia... - Ya veo, señor. Por lo que veo, le tenía mucho aprecio a este sofá. Entonces, ¿ quiere probar este de aquí y nos encargamos del suyo?...